“Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?” (César Vallejo)
Estrenada en la sección competitiva del Festival de Cannes 2011 y ganadora del premio FIPRESCI, Le Havre llegó a nuestra capital con dos años de retraso. Si bien se proyectó en 2012 durante el Festival de cine de Lima, tuvo su estreno “comercial” en marzo de 2013 y, debido a la reducida oferta de programación, el film permaneció pocos días en cartelera. Sin embargo, ello fue suficiente para que lo consideremos el mejor estreno de un buen año de cine, en el que pudimos ver otras maravillosas películas que hicieron difícil la elección.
Le Havre bien pudo haber tenido un título chaplinesco –quizás ‘Luces en el puerto’-, como el guiño en el largometraje anterior del director finés, ‘Luces al atardecer’ (2006). Al margen de una referencia directa en el título, es claro que Kaurismäki tiene muy presente a Chaplin al construir el planteamiento emocional de sus últimas películas. Estamos tan acostumbrados a que todo salga mal –incluso en el cine- que nos descolocan los finales milagrosos. En ese sentido, el film nos invita a repensar el espíritu pesimista de la época y reaprender a confiar en el otro.
Kaurismäki recorrió la costa del Mediterráneo buscando el puerto ideal para contar la historia de Idrissa, el joven inmigrante africano que llega a Le Havre (Normandía, al noroccidente de Francia) en un container, junto a otros inmigrantes indocumentados. Accidentalmente, el cargamento es descubierto por las autoridades portuarias francesas antes de llegar a Londres. Idrissa logra escapar y es perseguido como si fuera un peligroso criminal.
La historia inicia así, en una clave realista sumamente cruda. Muestra la terrible situación a la que se exponen los inmigrantes africanos por salir de sus países y el maltrato de las autoridades europeas hacia ellos; pero también plantea el problema de los inmigrantes ya establecidos en ciudades europeas, su demanda por protección social y por una identidad “legal” que les permita vivir dignamente. Así, Kaurismäki persiste en un cine con conciencia de clase, en el que los personajes marginales son los héroes, los que luchan por la vida; y los malvados quedan fuera del encuadre, aunque su poder se extienda desde las sombras.
El puerto a donde llega Idrissa, por azar, es el puerto de la esperanza. Ese puerto existe en el universo creado minuciosamente por Kaurismäki a lo largo de su carrera. En él, la realidad sirve de base, para luego ser destruida por la ironía, por lo absurdo, por el humor negro o por la esperanza en otra realidad soñada, a partir de un guión imposible. No es casualidad que en una de las escenas, los personajes lean los Cuentos de Kafka. En una entrevista, el director señaló que “para compensar las desgracias de la realidad, en lugar de terminar la película con un happy end, la termino con dos”.[i]
En la primera escena, nos (re)encontramos con Marcel Marx (André Wilms), el escritor de La Vie de bohème (1992), diecinueve años después y convertido en un limpiabotas, oficio de gran nobleza y casi desaparecido, pero de larga tradición cinematográfica. Dice Marcel, en una escena posterior, que ser limpiabotas es un trabajo que permite estar cerca de la gente. Y ese deseo es justamente el que lo hace especial: su gran corazón, su cortesía desmedida en el trato con los demás, sus gestos anticuadamente tiernos, su poética forma de hablar.
Marcel trabaja día a día para mantener su hogar. Recorre calles frías en busca de clientes cada vez más escasos. Por la noche, retorna a su barrio –detenido en el tiempo desde los años cincuenta- lleno de personajes envejecidos: la panadera, el tendero, la dueña del bar La Moderne –donde se escucha el tango “Cuesta abajo” de Gardel y Lepera-. Marcel lleva el dinero del día a su amorosa y protectora esposa Arletty (Kati Outinen), quien cae fatalmente enferma y trata de ocultar esta dolorosa verdad a su esposo. Infaltable es la presencia de la perrita Laika, fiel compañera de los personajes de Kaurismäki.
La puesta en escena rinde tributo a directores franceses, aunque evidentemente todo pasa por el filtro estilístico del finés: la economía expresiva y en los diálogos recuerda a Bresson y a Tati; la forma narrativa –con guiños efímeros al cine negro- y la construcción de personajes tiene algo de Melville. La composición de los planos es austera y expresiva a la vez, gracias al hermoso trabajo del director de fotografía Timo Salminen. Los elementos visuales de utilería ayudan a crear las atmósferas perfectas para disfrutar del anacronismo que nos propone el director. Es bressoniano también el montaje: la complejidad expresiva que se puede lograr con planos-detalle fijos y cortes abruptos es poderosísima.
En una de sus caminatas laborales, Marcel conoce al perseguido Idrissa, único personaje infantil en toda la película y desencadenante de la gran maquinaria de bondad y camaradería en la que se convierte el barrio de Marcel. El mismo que deberá oponerse a otra gran fuerza: la represiva máquina institucional representada por las fuerzas armadas, el Prefecto, los centros de refugiados y el sistema legal. En ese sentido, hay una línea muy reveladora de Claire (Elina Salo), la dueña del bar: “Los extranjeros ven a los vagabundos de forma más romántica que los franceses”. Algo de extranjeros y algo de franceses tenemos los que estamos frente a la pantalla, alejados de la realidad más cruel y, a la vez, incapaces de creer y llevar a cabo los milagros.
El único villano personificado es el vecino que vive frente a la casa de Marcel, interpretado por el legendario Jean-Pierre Leaud. Interesante contrapunto en la historia, más aun cuando las correrías de Idrissa nos recuerdan a las del niño Antoine Doinel. El que escapa de la policía siempre será un marginal, ya sea francés o africano. Para completar el complejo universo, está la decisiva presencia del comisario Monet (Jean-Pierre Darroussin), la autoridad que transgrede su propio deber y poder.
Notable es la música en el film y merece un artículo aparte. La variedad de géneros y orígenes es ya una característica de las obras de Kaurismäki. Vale destacar la presencia musical y narrativa de Little Bob, banda francesa de rock liderada por Roberto Piazza –nacido en el puerto que da nombre al film-, cuyo cameo es crucial en la historia.
La lección aprendida al ver Le Havre es que –muchas veces- el realismo estorba, que los milagros se desencadenan sorpresivamente cuando alguien está dispuesto a hacerse pasar por el hermano albino de un viejo africano. Así de absurdo y mágico. “¿Por qué confiar?”, pregunta un inmigrante en el film. “Por mis ojos azules”, responde Marcel Marx. Tal vez haciendo lo imposible y confiando ciegamente, los cerezos florezcan al final de la historia.
[i] Wright, Stephanie. “Quería que terminara como un cuento de hadas”. En: Página 12. Cultura y Espectáculos. 24-05-12 http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-25313-2012-05-24.html
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