Todos los días yo pasaba frente a tu puerta, que no era tu puerta (la de siempre) sino el portal de un edificio. Tantas veces pasé que me hice amiga de la portera: una señora rubia, muy bonita, como de unos setenta años. Ella siempre fumaba y me miraba al pasar. Yo la miraba también. No la miraba a ella. Miraba el portal, a ver si tal vez tú salías de aquel edificio que no reconozco, la verdad. No sé dónde vives ahora, tal vez por eso te he creado ese nuevo espacio.
Como decía, la señora me miraba. Yo miraba mucho y entonces nuestras miradas -la de la señora rubia y la mía- se encontraban. Todas las tardes se encontraban, durante tanto tiempo que nos hicimos amigas de mirada. Poco a poco, se fueron añadiendo gestos a la mirada: un movimiento de cabeza, una tímida sonrisa, una sonrisa, una mano moviéndose. Nunca te vi salir de ahí.
La señora rubia era Gena Rowlands.
Nos hicimos amigas. Como nunca te vi, ambas pensamos que habías muerto. Lo absurdo es hermoso (a veces). Éramos tan amigas. Ella supo que yo miraba el portal porque te buscaba. Ella tampoco te había visto hacía meses. Ambas pensamos que habías muerto. Lloramos toda la tarde. Luego, ella me dio la llave de tu departamento y me dijo que vaya a ver si de verdad habías muerto. Era mejor así, una no puede quedarse sin saber ese tipo de cosas.
Entonces subí, entre despacio. Estaba casi vacío tu departamento. Solo una mesa, una silla, una ventana, persianas blancas, ¿cómo no?. Me quedé petrificada mucho tiempo -o el tiempo que parece mucho en los sueños-.
Gena Rowlands era la portera del edificio donde vivías. Debías estar encantado con eso. Yo quería decírtelo y reírnos juntos. Pero no estabas ahí y yo estaba sola en tu sala desierta. Apareció una puerta. Apareció, digo, porque cuando entré no estaba. La única puerta en la habitación. La miré durante un rato, segura de que habías muerto y de que no debía estar ahí.
Desperté.
Luego me volví a dormir. Seguía yo frente a la misma puerta, la misma luz entraba por las persianas blancas. De pronto, abriste la puerta. Ninguna expresión en tu rostro. Acababas de salir de la ducha. Tu cabello estaba mojado -y corto, como ahora-, tu cuerpo también; tenías una toalla en la cintura. Nunca te había visto así. Me miraste -repito- sin expresión.
Yo solo quería huir. Estaba por salir corriendo, pero antes de tocar la cerradura, giré hacia ti -que habías dado unos cuantos pases hacia mí- y te di un beso. Mis brazos subieron hacia tu cuello y di el abrazo más tímido y enclenque de mi vida.
Entonces, tú dijiste "abrázame bien".